Las muertes se suceden día tras día. Al principio enterrábamos los cadáveres alrededor del poblado, colocando una lápida sobre la sepultura con el nombre del fallecido grabado. Tantos fallecen y tantas tumbas se han creado que el pueblo parece un gigantesco cementerio. Hace pocos días, los sabios tomaron la triste decisión de tirar los cuerpos a una fosa común. Si no fuera de esta manera habríamos acabado viviendo en una necrópolis.
La escasa comida con la que contábamos se ha reducido menos de lo que esperábamos debido al infortunio que nos acecha. Cada día desciende el número por el que dividir el sustento y aumentan proporcionalmente las provisiones. Esperamos que no sea éste un problema por el que preocuparnos en el futuro.
Los motines han desaparecido. Los grupos rebeldes, al disminuir sus efectivos, han dejado las hostilidades y hasta nos han devuelto parte de la comida robada.
Se dice bien, que cuando el desastre aprieta, la unión es absoluta. Ahora, la mayoría se reúne al rededor de aquel viejo loco, el que contaba historias increíbles sobre el fin del mundo y la ira de los dioses. Todos a una rezan hasta el anochecer, cuando regresan a sus hogares deseando que la muerte no llame a su puerta.