Entre la vida y la muerte – La noche que pudo empezar la Tercera Guerra Mundial es un relato corto escrito por un servidor. Se desarrolla en plena Guerra Fría, cuando la URSS introdujo cabezas nucleares en Cuba. Saltaron todas las alarmas y el mundo estuvo a punto de sufrir una guerra nuclear.
Este mundo, el que nos ha tocado habitar, está cambiando sin remedio. Sólo hay que mirar alrededor y no taparse los ojos, para verlo. Contaminación, drogas, falta de respeto, intolerancia, violencia… Siempre ha habido alguno de estos problemas, pero es que ahora se dan todos juntos y la solución no se intuye a la vuelta de la esquina.
Sólo cabe una pregunta en esta situación: ¿Hasta dónde vamos a llegar?
Ya le caía una gota de sudor por el rostro. La limpió con un pañuelo de seda y haciendo gala de una excelente paciencia, prosiguió con la reunión. Aquel hombre de aproximadamente 45 años y una coronilla sin pelo en el centro de su cabeza, estaba a punto de decidir el futuro de la nación. Nadie podría averiguar lo que pensaba. Con el semblante de concentración, estaba dispuesto a hacer una jugada que diera la vuelta a los acontecimientos, pero no iba a ser nada fácil. Sus agentes de negocios le aconsejaban que no presionara más, que era muy posible que lo poco que había conseguido lo perdiera. Sin embargo, este señor, totalmente serio, no le temblaba el pulso a la hora de negociar la posición de los suyos. Ni aun tratando directamente con negociadores de Moscú, ese gesto cambiaba. Era un honorable embajador que nos debía conducir a la salvación, aun perdiendo poder político.
Tomó un pitillo y encendiéndolo con habilidad demostró su total confianza en sí mismo. Los miró sin pronunciar palabra, pues sabía lo que se jugaba. Se fijó una vez más, en la estrella roja que revelaba la condición de sus oponentes. Tubo que tomar aire antes de proseguir. Su palabra era la vida. No dudó a la hora de exigir lo acordado con la Casa Blanca: «Vuestra ocupación en Cuba debe retirarse.»
Los semblantes se volvieron más serios.
La voz del norteamericano sonó firme. ¿Cómo adivinar que estaba contra las cuerdas? En efecto, la resistencia del estado más poderoso del planeta estaba flojeando. El presidente no aceptaba una guerra ciega y el resultado no satisfacía a nadie. Esa era la idea que manejaban los soviéticos para avanzar en terreno americano.
La respuesta no se hizo esperar: «¿Qué nos ofreces a cambio?» Estaba claro, aceptaban las negociaciones. Ahora tocaba el turno a nuestro hombre para hacerles retroceder.
El futuro de todo un planeta se reducía a estas cuatro paredes. Era el lugar donde se producía el más intenso de los acuerdos. La embajada rusa de los Estados Unidos de América. En el Pentágono y el Congreso se tiraban de los pelos porque los habían dejado al margen. La seguridad del país era vulnerable y la guerra favorecía, en un principio, a la Unión Soviética.
La situación era que después de retrasar la guerra por parte de Kennedy, ésta se planteaba con una inmejorable posición para los soviéticos, que habían instalado misiles nucleares en Cuba. La única medida norteamericana adoptada había sido marina, colocando una flota armada en la costa con la intención de revisar la mercancía enemiga. El objetivo era evitar la entrada a Cuba de más cabezas nucleares, pero las ya introducidas suponían un peligro notable y algunas de las que llegaban de occidente burlaban el bloqueo.
Ocurrió el domingo 28 de Octubre de 1962. La tercera guerra mundial estaba a un paso de desencadenarse. La guerra fría estaba llegando a un extremo insalvable, que incluso Kennedy no podía aceptar. Por parte de Kruchov parecía que era una bendición. El poder militar de los comunistas había aumentado considerablemente en los últimos años. Parecía inminente el ataque a Estados Unidos.
Después de aguardar pensativo, nuestro diplomático respondió:
-La garantía de que Estados Unidos no invadirá Cuba.
Era una medida desesperada. Sabían de los deseos rusos de esta propuesta americana. Pero el hecho de proponerla como solución al conflicto, no hacía más que debilitar el poder de los nuestros.
Era cómico, nadie quería que la guerra fría tomara dimensiones internacionales, ni mucho menos, que alcanzara el rango de contienda. Sin embargo, estaba claro que la Unión Soviética no estaba dispuesta a ceder en lo más mínimo y Estados Unidos, al verse acorralado, podía reaccionar con ataques nucleares. La seguridad del planeta se desvanecía.
-Retirar las armas nucleares supone un gasto que debe ser compensado.
Había que presionar. Las personas que nuestro mensajero tenía delante, estaban ligados a la cima del poder soviético. Si conseguía hacerles entender la exigencia de nuestro estado, no sólo convencería a aquellos mensajeros, sino también a una parte importante de la cúpula política de Rusia. Los que representaban a la mano débil de Kruchov.
-¡Estados Unidos podría devolver el impacto de esos misiles multiplicado por diez! ¿Creéis que estaremos dispuestos a aceptar la paz a cualquier precio?
No era cierto. Podría ser que la mayoría de los que movían las riendas en la Casa Blanca lo deseara. Pero el mismo presidente estaba en contra, y de él provenía la máxima autoridad. Aunque si era cierto que Estados Unidos ya había declarado a los medios de comunicación que en la primera hora del lunes, realizaría un ataque aéreo a las bases militares de los misiles. Cosa que John Fitzgerald Kennedy estaba dispuesto a cancelar. Conocía la ventaja de los soviéticos: tenían disponibles algunos de los misiles, por lo que la respuesta podría desbastar incluso estados enteros de Norteamérica. Ese era el gran temor de todo ciudadano americano.
Nuestro representante lo sabía y debía evitarlo a toda costa. Era un superdotado ciertamente. Nadie sería capaz de mantener el tipo en aquella situación. Sólo él, demostrando que su leyenda de hombre de hielo no era un mito. Jamás había visto tanta paciencia.
-¿En qué estáis pensando? -después de haber perturbado el margen de superioridad de aquellos que aguardaban su palabra, regresó a la negociación.
-A cambio de nuestra retirada de Cuba, queremos la vuestra en Turquía.
Un respiro de alivio le devolvió al asunto. Turquía suponía una amenaza para los comunistas. Era un enclave norteamericano con capacidad para atacar directamente sobre Moscú. Eso era lo que creían. La triste realidad era que Estados Unidos no tenía capacidad para atacar a sus enemigos soviéticos porque aquella colonia permanecía obsoleta. La capacidad nuclear estaba inoperativa desde hacía más de un año.
-Turquía supone nuestro acercamiento al mundo occidental. Retirar la capacidad nuclear…
-Es el precio que debéis pagar si queréis evitar la guerra.
Era un riesgo. Aceptar aquello nos debilitaba mundialmente. Además era muy posible que después buscaran un acuerdo tras otro con el siempre beneficio por parte contraria.
-No es posible. Turquía es nuestra garantía de ataque…
-Es eso lo que queremos evitar.
Se miraron durante unos segundos. Fue el tiempo más lento transcurrido jamás en la Tierra. Estaba en juego la supervivencia del planeta. Hasta que una mirada avanzó la conversación.
Parecía que iban a aceptar, que íbamos a poder retrasar la guerra. Íbamos a perder mucho, pero seguro que John iba a estar totalmente de acuerdo. Su filosofía le decía que una guerra podría ser fatal para su nación, por la aproximación de la amenaza soviética en Cuba.
Finalmente, tras pensarlo seriamente, nuestro agente prosiguió:
-La aceptación de esa proposición nunca podría realizarse coincidiendo con el acuerdo para el día de mañana.
-¿Qué sugieres?
-Si antes de mañana declaráis vuestra retirada de la zona, seis meses después nosotros haremos lo propio en Turquía.
Un acuerdo perfecto. Salíamos beneficiados en todos los sentidos. La opinión pública no quedaría dañada, ya que supondrían de dos incidentes aislados. Y por la parte interna, era una medida que se estaba planeando en los despachos.
La suerte estaba echada.
Dos políticas enfrentadas cara a cara. Dos naciones en busca de expansión. Dos ideologías conquistando pensamientos.
Nuestro hombre había actuado de forma sobresaliente. Pero no acabó ahí, sino que los dejó con la presión en la piel:
-Si mañana a primera hora de la mañana no hay señales de acuerdo, podéis daros por muertos. Utilizad vuestros misiles de juguete desde Cuba, que nosotros os enseñaremos que es atacar con armas nucleares.
Con estas palabras abandonó la sala y cogió el coche que le aguardaba en la puerta. Su chofer esperaba leyendo el periódico del día.
-¿Todo bien señor?
-Perfectamente.
-¿A la Casa Blanca?
2Era la rutina. Sin embargo, lo miró entre pensamientos y desanimado murmuró:
-Esta vez no, esta vez no… Llévame a la costa.
No era necesario que pasara a informar de lo sucedido. La reunión era tan importante que habían colocado micros en su corbata.
Sin preguntar más, el chofer tomó un desvío en la autopista y se dirigió a un pueblo cercano que daba al mar.
Al llegar al lugar deseado, se miraron entre ellos.
-Ve a casa y pasa la noche con los tuyos. No te preocupes por mí.
-Pero señor…
Se encontraba abatido. Había hecho uso de todas sus armas y aun así, no creía posible la paz inmediata. Es más, pensaba que el sol por horizonte de aquel mar nunca saldría más. Aun así, deseó permanecer la noche con la vista clavada en aquel oscuro fondo, con una remota esperanza de vislumbrar un destello de luz procedente del cielo, y no de destrucción…
Su chofer había tomado el camino de su casa. Él, por supuesto, también tenía hogar, pero prefería que murieran felices en sus camas. Los misiles de Cuba tardarían solamente unos treinta minutos. Abandonar el país era más una utopía que una realidad. Sólo lo harían los altos cargos y aun así, era muy posible que no les diera tiempo. Además, ¿a dónde irían si Estados Unidos no era seguro? Ese lugar era su única casa.
Volvió a repasar la conversación anterior, intentando recordar una señal, un gesto, una sonrisa que indicara la posible aprobación de su proposición. Era inútil. Aquellos hombres no dejaron entrever nada, dejaron la incertidumbre hasta el final. Pero para aquel hombre que miraba hacia algún lugar de la oscuridad, ya estaban condenados. Una lágrima le cruzó la mejilla. Debería haber dado más facilidades, no tenía que ser tan exigente. Pero ahí estaba, muriendo lentamente por dentro, para que horas más tarde, pudiera morir por fuera. Viviendo entre lamentos su última noche. Había condenado a los suyos por una simple cuestión de honor.
Con estos pensamientos se quedó dormido. El día había sido duro.
Cuando despertó, fue por los rayos de Sol que le daban en la cara. Feliz, corrió hacía un Kiosco cercano. Compró un periódico y en primera página ponía: «Kruchov llega a un acuerdo con Kennedy para firmar la paz.»
-¡Gracias a Dios! -exclamó.