111 Evangelio de Samuel

En las sombras del norte, donde fueron desterrados los hombres que mejoraban su fuerza física, fui engendrado para perpetuar la especie. Recibí el nombre de rey del norte para aquellos que temen nuestra venganza, y cacique, para aquellos a los que debía perpetuar. Al principio éramos sólo un pequeño grupo que luchaba por sobrevivir, pero siguiendo las instrucciones de Samuel crecimos en silencio. Primero creamos una muralla negra que se levantaba desde el mar hasta el Bosque Central, para mantenernos a salvo mientras mis súbditos desarrollaban todo su potencial. Aumentamos a ritmo endiablado el número de la especie mediante una técnica de reproducción más efectiva, que consistía en consagrar a las hembras del grupo con una capacidad innata para el engendramiento. Además, las nuevas criaturas tenían genes de los mejores guerreros y eran siempre varones. Creamos escuelas de lucha con rangos de combate. Conseguí arrancar la piedad de sus sentimientos. Les enseñé a adiestrar lobos y cuervos, y a luchar con ellos, para arrasar cuando las profecías nos convocaran. Aprendieron a aguantar el dolor hasta casi morir. Mis vasallos fueron obedientes absolutamente porque además de desear con todas sus fuerzas la venganza sobre el sur, entendían el mensaje y contaban con la promesa de ser recompensados con el paraíso si cumplían excepcionalmente con el papel que les había tocado representar en la función del destino y demostraban ser merecedores de la salvación. Sabían perfectamente que los asuntos en nuestro ecosistema continúan como siempre, pero en el exterior se levanta una amenaza que podría condenarlo a la ruina. Por eso los dioses han planteado esta dura prueba, cuando el mundo se extinga, aquellos que hayan demostrado voluntad firme y duro corazón, serán rescatados y conducidos al mundo perfecto, donde tendrán que luchar por mantenerlo a salvo de la imperfección y así poder vivir felices durante toda la eternidad.

El destino del continente estaba condenado al caos y la destrucción. La mitad de los habitantes se veían arrastrados a una cruel lucha, la otra mitad observaba como las señales del fin del mundo sucedían una tras y otra, y pronto se verían envueltos en un mundo apocalíptico. Esa fuera la señal para mandar a mi ejército al ataque. Los sorprendimos en mitad de la última batalla por conquistar Maguiltor. Así debía ser, y así fue. Aniquilamos a los dos bandos enfrentados prácticamente sin oposición y avanzamos sin piedad arrasando todo aquello que encontrábamos a nuestro paso. Habíamos completado la mitad del trabajo sin demasiado esfuerzo, pero aún quedaba la parte más dura. Con la mitad de los habitantes muertos, la otra mitad se unió bajo la bandera del último rey que dominó el sur: Pawel, Hijo del dios del agua. Entonces comenzaron las batallas del fin del mundo. Nosotros manipulábamos las fuerzas de la naturaleza y levantamos a las  bestias para combatir de nuestra parte. A causa de esto, las escasas cosechas que quedaban fueron arruinadas y el hambre azotó lugar tras otro, condenado a los hombres a una muerte segura. La guerra dominó completamente el mundo, y en el cielo imágenes fugaces mostraban el rostro del mal. La sangre se derramó como lluvia y nadie aguantaba cuerdo. Se desgarraba la realidad donde habían vividos tantos años.

Batallas encarnizadas se produjeron. La vida menguaba por minutos. La sangre se extendía por el territorio. Los gritos de angustia resonaban en el aire. Las muecas de muerte agonizaban a cada instante. El odio fue aumentando, junto al terror y junto a las cualidades degeneradas de los hombres en su máxima expresión. Nadie quedaría a salvo. La ira de los dioses se había desencadenado para arrancar las mascaras de los corazones. Nadie conseguiría dominar sus sentimientos en el Apocalipsis y así mostrarían su verdadero rostro ante los ojos divinos. Sólo aquellos que cumplan con las condiciones impuestas, establecidas en uno de los evangelios, serán los elegidos para el rescate y así proseguir sus existencias en el paraíso prometido.

Entonces… las nubes se fueron concentrando sobre nuestras cabezas, más allá de nuestro control. Primero una lluvia suave, después con más intensidad y finalmente un diluvio descomunal comenzó a producirse: la última señal.

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la primera novela de la trilogía, El enigma de los dioses.
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