La secta del dolor y la muerte

La secta del dolor y la muerte es una historia corta que he escrito recientemente. La idea vino por un sueño que viví como si fuera realidad y con esa sensación muy presente decidí mantenerla siempre presente mediante una historia corta. Terror, gore y suspense.

Era el mes de Julio con un espantoso calor. La piel se pegaba a la humedad para chorrear sudor. Y eso en la misma calle, pero dentro del coche la sensación era asfixiante. Un viajero conducía un par de horas y decidió parar para tomarse un refresco. Debía parar, porque corría el riesgo de desmallarse. Encontró una pequeña aldea que no se reflejaba en el GPS. Salió de la autopista en esa dirección. Era un pequeño pueblo con casas apiñadas, pero sin un alma por la calle. Lo vio un poco raro, aun así no se preocupó. Lo que sí llamó su atención fue una zona con el suelo manchado de sangre. Era explanada rodeada de pared hecha de roca y una farola en medio. Un escalofrío le recorrió la espada. Tragó saliva y siguió recorriendo la aldea. Finalmente encontró un pequeño bar.

Aparcó el coche y entró deseando tomarse una cerveza fría. La sorpresa llegó cuando vio que el bar estaba vacío. Se situó enfrente de la barra y gritó por si había alguien dentro. Salió una persona anciana, encogida por los años y caminando con una ligera cojera. Se paró enfrente del extranjero y le preguntó lo que quería. “Una birra fría” pidió. El viejo camarero, con movimientos lentos, se dio la vuelta para coger una jarra y la llenó de espumante cerveza con un grifo que tenía bajo la barra. El viajero bebió la cerveza con entusiasmo. Tenía la garganta reseca. El frescor le reconfortó el cuerpo y alivió su malestar provocado por el calor. “¿De donde viene?” le preguntó el camarero. “Estoy haciendo un viaje muy largo. Salí de Extremadura esta mañana y debería haber llegado ya a la playa, pero con este calor he tenido que hacer varias paradas.” El hombre había reservado un hotel en Málaga para pasar unos días de tranquilidad junto al mar. Había pasado un estresante año trabajando y se merecía descansar. “Aún le quedan un par de horas de camino. Le recomiendo que no se entretenga demasiado por aquí si desea llegar de día” le comentó el viejo. El viajero, dando otro sorbo a la cerveza, sonrío. Sabía que estaba ya en Andalucía, pero no podía ubicarse con exactitud en el mapa. Su GPS sólo le marcaba la calle, la ciudad y la provincia donde se encontraba. La ciudad que le marcaba seguía siendo Córdoba, pero hacía tiempo que la había pasado. “¿Dónde nos encontramos exactamente?” preguntó el viajero. “Estamos entre Córdoba, Sevilla y Granada. El próximo pueblo que encontrarás será Aguilar de la Frontera.” El hombre sintió alivio de saber donde se encontraba. Se pidió una coca-cola para el camino y se levantó. “Por cierto, he visto una zona con sangre… ¿Eso que era?” preguntó casi con temor. “Se llama la roca de los ahorcados. Cada cierto tiempo la gente se suicida sin saber por qué” le respondió muy serio. “¿Qué gente? Si la aldea está desierta.” La tensión recorrió ambos. El viajero sintió terror. “A dos kilómetros de aquí hay un centro comercial que ha absorbido la aldea. Allí los trabajadores se quedan a dormir incluso y han dejado sus hogares abandonados.” El hombre lo miro casi horrorizado. ¿Eso era posible? Debía serlo porque sino no tendría ninguna explicación que estuviera la aldea desierta. “Voy a continuar con mi viaje. Buenas tardes.” Salió y montó en el coche.

Durante el trayecto pensó en lo que le había contado el camarero. No pudo evitar tener curiosidad y, como le pillaba de camino, decidió hacer una parada en el centro comercial. Por suerte lo encontró en el GPS y en menos de media hora llegó. Desde fuera vio un impresionante edificio acristalado y con mucho movimiento. Allí llegaban clientes de Córdoba, Sevilla y Granada. Incluso de Jaén y Málaga también llegaban clientes. Se encontraba en mitad de la nada, pero no podía tener más éxito. Aparcó el coche en un parking gratuito y subió, emocionado. El corazón le palpitaba de emoción. No sabía qué se iba encontrar, pero se imaginaba que algo horroroso. Lo más sensato era dejar atrás el centro comercial y seguir hacia el hotel que había contratado en Málaga, pero la curiosidad le dominaba. Entró y vio un gran espacio abierto, con las diferentes entradas a los comercios. Lo más curioso era ver como los empleados se encontraban al otro lado del cristal, sin posibilidad de compartir el mismo espacio que los clientes. Se acercó a un crista y le preguntó a uno de los trabajadores si se encontraba el dueño por allí. Quería hablar con él y saber como funcionaba todo eso. Le dijo que sí, que subiera al despacho del último piso. Subió en el ascensor y presionó el último, el número 7. Se abrió la puerta y se encontró con un recibidor, con una secretaria y una puerta de dos hojas cerradas. “¿Qué desea señor” le preguntó la chica. “Me gustaría hablar con el dueño” le pidió. “Un segundo por favor” le respondió la secretaria. Acto seguido habló por teléfono con el dueño, que le dio permiso para que el extranjero pasara. La chica se levantó abrió las dos hojas de la puerta, el hombre pasó y las puertas se cerraron a su espalda. Enfrente se encontraba un hombre de mediana edad, sentado en su despacho.

“Buenas tardes. ¿Qué desea?” le preguntó el dueño del centro comercial. “Buenas tardes. Venía de viaje y he oído hablar de este lugar. Querría saber como funciona.” El dueño se levantó y le estrechó la mano. “Muy bien, vamos.” Ambos salieron del despacho y se dirigieron al ascensor. Bajaron al entresuelo, donde estaba la entrada. “Esto es la entrada, una zona amplia con bancos, plantas y aire acondicionado. Al rededor tienes los comercios más habituales: Un restaurante, una cafetería, un supermercado, tiendas de ropa… Siguieron el paseo en la primera planta, una zona de cines. Cada puerta correspondía a una sala y habían hasta 10. Eso sí, la película más taquillera estaba en 3 salas. En la tercera planta había una zona de spa, con piscinas cubiertas, jacuzzis, hidromasajes… En la cuarta planta había una gran guardería donde los padres que venían con niños podían dejarlos ahí para poder disfrutar de un día sin ataduras. La quinta planta tenía una gran enfermería, por si había algún accidente en el centro comercial. El siguiente piso, el sexto, correspondía a una biblioteca con grandes mesas, libros de todas clases y absoluto silencio. También habían ordenadores para utilizar a la vista de todos o en cabinas, como teléfonos. “Toda esto que has visto es la zona pública. También tenemos zonas privadas sólo para el acceso del personal. ¿Quieres verlo?” le preguntó. “Estaría bien, aunque en principio no tengo intención de trabajar aquí” le respondió el extranjero. “Eso nunca se sabe.” Y volvieron al ascensor.

El hombre se fijó en que el dueño tenía un anillo con un extraño sello. Lo introdujo en una hendidura del panel de botones del ascensor y se iluminaron nuevos botones. Al lado de los números de cada planta apareció 1-B, 2-B… y además aparecieron hasta 3 plantas más. “Los trabajadores del centro comercial, cuando empiezan a trabajar, abandonan sus vidas para dedicarse en cuerpo y alma.” Es por ello que la zona de trabajadores es diferente a la de los clientes. Vieron cada planta como los trabajadores hacían su trabajo sin mezclarse con los clientes. Hasta la sexta planta todo era normal, lo que había visto de la zona de clientes, pero en la parte donde se trabajaba. Después había un comedor, dormitorios, una zona de vigilancia… Todo normal, hasta que llegamos a la décima y última planta. Entonces el dueño llevó al extranjero por una zona mucho menos lujosa, con muebles rotos, sangre… “No me gusta este sitio, preferiría salir…” le pidió el hombre. Pero el dueño siguió a lo suyo. “Sígame por favor.” Llegaron a un lugar que estaba lleno de sangre por todas partes. El dueño le entregó una capucha para que no viera lo que iba a hacer. “Póngasela. Será menos traumático para usted.” El hombre lo miró extrañado. Había cogido una sierra y la iba a utilizar el dueño con él… o eso parecía. “No, para. Quiero salir de aquí. Esto no me gusta.” El dueño lo miró y sonrió. “Por supuesto. Aquí puedes salir cuando quieras. El hombre salió corriendo, pero cuando llegó al ascensor se dio cuenta que no podía presionar ningún botón porque no tenía el anillo con el sello. El dueño le siguió y le explicó que para poder moverse por las zonas restringidas debía ser un trabajador del centro comercial. También trató de explicarle que allí tenían unas normas diferentes a las de la sociedad. “¿Esto es una broma pesada? ¡Quiero salir de aquí!” gritó con desesperación. “Si deseas salir deberás seguir nuestras normas. ¡Siéntate donde antes y deja que instruya tu cuerpo al dolor!” lo miró con una mueca de satisfacción. “No voy a dejar que me cortes, estás loco.” Pero entonces se dio cuenta que había más gente como él. Tratando de huir llegó a una parte donde había gente al borde de una máquina trituradora de carne. Allí se empujaban unos a otros, hasta que hacían caer al de enfrente, salvaban su vida y podían respirar. “Debéis valorar la vida. En el mundo de ahí fuera nadie se da cuenta de que cualquier día puedes morir. Ya sea por un accidente, un loco o una enfermedad la muerte acecha. Aquí tenéis la muerte delante de vuestras narices y valoraréis seguir vivos. Pero pronto aprenderéis que la muerte en sí es un regalo.” Una carcajada escalofriante sonó en toda la sala, con eco.

El viajero se había metido en ese lío por su curiosidad, pero no sabía cómo podía salir de allí. Le parecía que todo era un mal sueño. “Está bien. ¿Qué tengo que hacer?” preguntó con resignación. “Bien. Ponte la capucha y prepárate para sufrir.” Así lo hizo. Se colocó la capucha y apretó los dientes. Sabía que le iba a doler. El dueño del centro comercial le cortó parte de la pierna, pero no llegó a amputársela. El hombre gritó de dolor, pero sus gritos se ahogaron en la sala. Cuando se quitó la capucha vio una herida brutal. Se llevó la mano a la pierna para sangrar lo mínimo posible, pero era inevitable dejar un rastro de sangre. “Vamos, te voy a llevar a la enfermería.” Cuando intentó caminar notó el fuerte dolor de la herida. Cojeando pudo seguir al dueño. Por el camino el hombre vio personas en peores situaciones que la suya. Todos le miraban con una mirada de angustia, como si estuvieran en la peor de las pesadillas.

Al llegar a la enfermería los médicos le cosieron la pierna sin aplicarle anestesia alguna, para que sintiera más dolor. Cada vez que la aguja se clavaba en su piel pegaba un chillido desgarrador. “Cuando esto lo hagas 100 veces no sentirás tanto dolor, pero sabrás el valor de la vida y la muerte.” El hombre lo miró con asco, pero no quiso volver a decirle que estaba loco por si se volvía a pasar con él. ¿Cómo podía pensar que haciendo eso le haría un favor a él y a todos los que estaban en esa situación? Debería estar en la cárcel de por vida. “Valorarás tu vida y si sobrevives lo disfrutarás más, pero desearás la muerte.” Las palabras de ese loco no tenían ningún sentido. Sin embargo los médicos también tenían heridas por todo el cuerpo y hacían su trabajo voluntariamente. ¿Cómo era posible? Pero entonces lo descubrió. Cuando salieron de la enfermería fue a un lugar donde había un grupo de personas reunidas. Todas esas personas tenían espantosas heridas por todo el cuerpo, pero hablaban como uno solo. Eso era una secta y todos estaban ahí porque lo deseaban. Es más, estaban convencidos que de esa forma eran felices y que la muerte llegaría como un regalo. Entonces el viajero entendió porque habían suicidios masivos en aquella aldea. Incluso se enteró que la roca de los suicidios era un lugar sagrado donde su sacrificio sería visto por el de arriba para otorgarles una muerte de placeres en el infierno. Sí, así pensaban, porque sólo cuando conocían el dolor extremo podrían disfrutar de los placeres de la vida. Todos aquellos que se lo merecían pasarían un tiempo sin dolores y con los placeres del spa… para gozo del alma. ¡Eso era el paraíso para ellos! ¡Estaban todos locos! No… les convencían de que así era la mejor forma de vivir. Era un lavado de cerebro.

El hombre estaba horrorizado y cuando entendió todo lo que estaba pasando allí quiso huir. Estaba en una zona de descanso, con otras personas igual que él. Gritó que quería escapar, que a él no le parecía eso la mejor forma de vivir. Sin embargo todos lo miraban con horror porque sabían que si trataba de huir lo matarían. Sólo podían escapar de allí aquellas almas que habían aceptado las doctrinas. El dueño, al ver su actitud, volvió para decirle que sólo podría morir, pero que de esa forma su muerte sería la más dolorosa de todas y no conseguiría el regalo que todos querían. “Estáis todos locos. ¿Cómo va a ser un regalo morir? Este hombre se está aprovechando de vosotros para enriquecerse a costa de vuestro trabajo gratuito. ¡Tenéis que abrir los ojos!” Pero era inútil, nadie quería escapar de allí, sólo ese hombre. Estaban convencidos de que era la mejor forma de ser felices. Pero entonces llegó un hombre que había conseguido un aniño. Él había aceptado las doctrinas voluntariamente, pero su mente no había sido lavada como a los demás. Le dijo: “Escápate y avisa a la policía. Yo no puedo.” El hombre lo miró casi sin creérselo. Estaba tan desquiciado que pensaba que era una trampa. “Toma” y le entregó el anillo. La escena la contemplaba el dueño sonriendo. “No puedes irte: Te mataremos.” Pero entonces el hombre que entregó el anillo dijo: “Levanta el anillo para que lo vean todos cuando salga. Él siempre ha dicho que todo aquel que haya conseguido un anillo puede salir de ahí libremente. Si te mata perderá su credibilidad con toda la secta y perderá todo lo que ha conseguido hasta ahora.” Y así lo hizo. El hombre, temblando de miedo, levantó el anillo y fue al ascensor para escapar de ese maldito lugar. Una vez en la entrada había un par de matones, pero al levantar el anillo y gritar “tengo el anillo” nada pudieron hacer y pudo escapar de allí.

Cuando salió llamó a la policía y enseguida llegaron un montón de coches patrulla. La secta fue intervenida, el centro comercial cerrado y el dueño detenido… de por vida. Entonces el hombre se fue a pasar los días que había contratado en el hotel de Málaga.

Estaba tranquilo dándose un baño en el mar cuando un grupo de hombres le rodearon. “¿Qué pasa?” preguntó. “Tú nos has quitado lo que más queríamos en este mundo. Nuestra misión ahora es matarte y sacrificarnos en la roca de los suicidios” y sin que nadie los viera le metieron la cabeza bajo el agua y lo ahogaron. El hombre, mientras moría, tuvo una extraña sensación. Sintió que aquellas personas no mentían y de verdad habían encontrado la felicidad en aquel lugar. Sintió que él al llamar a la policía había arruinado un montón de vidas y que hay un cierto gusto en el dolor… y la muerte. Pero él jamás lo experimentaría.

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