El abismo (Renacer)

¿Qué hay después de la muerte? ¿A qué tenemos más miedo, a la muerte en si o sufrir dolor? Esta historia explora los pensamientos de una persona, al borde de la agonía y te traslada a su infierno personal, donde una decisión puede sentenciar tu vida…

Como un huracán que cuando irrumpe, arrasa. Como un incendio que por donde avanza, quema. Esta historia recorre los rincones del recuerdo en busca de ansiados momentos de placer, de tristes alegrías, que acaban con la voluntad de quién comprende que la felicidad es para niños y no para aquellos que han dejado atrás la gloriosa época de la adolescencia. El tiempo no transcurre en balde para nadie, y pronto nos veremos todos contando nuestros últimos días en un asilo o bien condenados antes de lo previsto por una enfermedad mortal, o un accidente.

El espejo es el reflejo del alma, el debatir de unos pensamientos cansados. Cada momento, cada risa, cada lágrima, están concentrados en nuestras pupilas, esperando ser repetidos, con una pizca de melancolía. Cada mirada atrás, establece una arruga más en la piel, un murmullo mudo del transcurso de los acontecimientos, una huella de la muerte que se aproxima. El puente hacia el otro lado se abre para todo aquel que siente el peso del fin, la angustia del cementerio, la aproximación de sus últimas horas.

Este es el mayor temor para los hombres. La ignorancia nos hace temerosos. Pero no es preciso que tengan ignorancia, para muchos la esperanza les salva. Pensar que la muerte es sólo una liberación del alma, un paso hacia un mundo inmaterial, es motivo de sonrisa en instantes críticos. Para otros, el paraíso prometido en la Biblia, es otro método para librarse del pánico. ¿Quién es nadie para arrojar piedras sobre una creencia u otra? Ni aun llamándose católicos o testigos de Jehová, deben ser menospreciados, porque posiblemente estén por encima de cualquiera que no tenga ilusión por un futuro mejor. ¿A caso sentirse vacíos, huecos y no soñar con despertarse en un prado con rosas nos hace superiores? Es mejor pensar que cuando el momento llegue, habrá un descanso eterno. Así sin más. Ni pensamientos, ni conciencia, ni revelación. Creo que eso no lo desea nadie. ¿Por qué no morir con un sentimiento en el corazón, un deseo quieto de evolucionar, de levantarse con un cuerpo perfecto? Soñar es gratis, y mucho mejor que el pensamiento mayoritario que tienen todos.

Pero claro, nadie puede decidir sobre las creencias de nadie, y nuestro personaje se encontraba al borde de un abismo, del que no creía posible liberación. Para él la muerte anclará definitivamente los tumbos de su vida. No habrá alzamiento desde su tumba, con lo ocurrido últimamente, dejará en el hoyo su cuerpo, su mente y su alma. Para más tortura de la que le tocaba sufrir.

Con el Mediterráneo enfrente, su única obsesión era disfrutar de aquel momento. Sus olas se extendían por el límite de su vista, mientras que la marea impulsaba el agua mar a dentro. En conjunto representaba a un ser, que al otro lado del espejo, le guiñaba el ojo, por su elección acertada del lugar a tomar el descanso. Un Dios que le permitía relajarme después de las fuertes tensiones que había sufrido en los últimos días. Pero en aquel lugar, no se podía tener los recuerdos desagradables, todo era paz y armonía. Un mundo aislado del que transcurría a apenas unos metros de distancia, en un apartamento a primera línea de la playa. Olvido y magia se unían para hacerle gozar, las que podrían ser mis últimas horas.

Miró al cielo. Las nubes cruzaban lentamente el reflejo del agua. Los barcos parecían volar, en un intento por compartir el azul en reflejos. La brisa aliviaba el tremendo calor, que abrasaba la piel, aún en la sombra. El infierno se concentraba por donde se paraba a pensar. Pero como digo, había una calma que simplemente era una tregua para tan inmediata catástrofe. Almas de fuego surgiendo de los albores para arrebatar la ilusión. La paz quebró en un mortífero lamento. Fue el sonido de un recuerdo, el que le condujo a la realidad. Y el sol planeando sobre su sombrilla, pronto rozaría su cuerpo, si no se movía.

Su vida se había partido, en el preciso instante en que supo que tenía una enfermedad mortal. No quiso arriesgarse con absurdos tratamientos, que no harían más que alargar la agonía. No quiso tener meses de esperanza. Lo único que deseó fue abandonar este mundo con el mínimo dolor posible. Acostarse esa misma noche y no volver a despertar. Saber que no podía hacer nada, escocía más que cualquier herida. Pero aguantar un dolor físico, no, eso no quería ni pensarlo.

Y ahí estaba él, abandonado a la costa en sus últimos días de vida. Estaba cumpliendo uno de sus sueños, que era morir a lo grande, dormir sus últimas noches en un apartamento de lujo, solo, con billetes en los bolsillos y un tiempo precioso para ir borrando sus memorias y dejar constancia de la felicidad, en esta historia que espera que demuestre que incluso los condenados podemos conseguir nuestros objetivos.

Entre el cielo y la arena había un mar que le comprendía. Líquido con sal que se evaporaba en cantidades industriales, pues la temperatura oscilaba entre los 35 y 40 grados. La playa era un asadero, el mar el alivio. Agua que al mojar los cuerpos, los cubría de un brillo húmedo, para alivio de los bañistas. Todo seguía como siempre, excepto en su mente.

Eran las 11:35 de su último día. Había preparado en su habitación las pastillas que le harían descansar definitivamente, sin amaneceres que le recordaran el poco aliento de vida que le quedaba.

Nadie estaba al corriente de su decisión. Sabían que estaba allí, de vacaciones, pero no sus intenciones. Si lo supieran no lo aceptarían. Siempre estuvieron presionando para que aceptara el tratamiento. Se le habría caído el pelo, habría tenido que ir todas las semanas al centro… ¿Todo para qué? Para que no le aseguren nada, respecto a su salud. No lo podía permitir. Siempre había tenido pánico a sentir una agonía extrema, a ahogarme más que morir. Estaba temblando con el simple pensamiento. Por eso estaba ahí.

Miró al mar. Él sí le entendía. Siempre callado, escuchando sus súplicas. No le importaba que se fuera a suicidar. Sabía a que temía y porque lo hacía. Cuando se enteró de su estado, nadie se preocupó por como se encontraba, solamente quisieron ver pena, la tristeza de tener a un conocido a punto de morir y la exigencia de lo que debía hacer. Pero no era capaz de reprocharles nada, lo hacían por amor. No tenía las fuerzas de dirigirles unas simples frases, de perdón. Sólo quería que supieran mi crisis, que no era un pobre desgraciado más.

Estuvo completamente inmóvil, durante horas. Concretamente, hasta la hora de comer. Entonces se levantó y fue a un restaurante cerca de la playa. No tenía ganas de andar demasiado. Se había tirado toda la vida caminando, nunca sentó el culo en ningún sitio. Siempre al son de unos amigos inquietos. Pero eso se acabó, iba a dejar su cuerpo entero donde nunca se pueda mover más. Estaba cansado de todo, incluso de vivir.

No podía pensar eso enserio. Para empezar, mientras comía se dio cuenta que disfrutaba de cada bocado que tomaba. Era imposible que no quisiera repetir tan gustosas delicias. Pero así era, estaba tan conmocionado por su estado, que lo que tenía pensado hacer, le parecía un regalo caído del cielo, por el mero hecho de haberlo descubierto y tener las fuerzas para realizarlo. Aunque aun conservaba las dudas razonables de quién planea algo así. Su cabeza le decía que no, pero su cuerpo comenzaba a flaquear. ¡No podía caer en un abismo de dolor!

Después de comer, dio un paseo por la avenida. Ahí la gente paseaba feliz, estaban en sus vacaciones deseadas. Al igual que él. Sólo que no las estaba disfrutando como siempre había querido. Era más el peso que soportaba, que la realización del sueño de su vida. No lo podía entender. Si iba a morir, debía proporcionarse sus mejores momentos. Pero es que ya estaba muerto por dentro y cada minuto que transcurría no era más que el alargamiento de la agonía, la temida pesadilla, si no hacía nada para remediarlo.

Decidió finalmente, salir esa noche, para dejarme un buen sabor de boca. Ocurrió después de la cena, en un parque de la zona de discotecas. Había un grupo de chicas hablando entre ellas. En un principio no le llamaron la atención. Se sentó en uno de los bancos, contemplando el infinito sumido en pensamientos. Eran sobre lo que le faltaba por hacer en la vida. Entonces se le ocurrió la idea de escribir, de contar sus últimos instantes. Fue como un método para poner un broche de letras, a su fin. Pero nunca llegó a plantearse nada delante de una hoja.

Las chicas hablaban entre ellas y, no supo como fue, que una de ellas le introdujo en la conversación del grupo. Sin darse cuenta, se vio envuelto en una charla sobre lo fantástica que era esa ciudad. Le invitaron a ir con ellas y en menos de un abrir y cerrar de ojos, estaba completamente integrado entre ellas.

Entraron en una pista de baile y antes de bailar pidieron unas consumiciones. Estaba completamente desanimado, pero a pesar de sus intentos, no lograba esconder la tristeza. Fue un intento de descubrimiento, lo que le llevó a una de las chicas a interesarse por él. Al ver que bailaba con pocas ganas, le preguntó si prefería que saliera con ella a hablar un rato, fuera del alcance de los altavoces. Dijo que sí.

-Te veo un poco decaído. ¿Te ocurre algo?

Estaba dispuesto a mentir si hiciera falta por no contarle nada. Simplemente se limitó a sonreír mientras tomaba un largo trago. Esa noche, estaba dispuesto a emborracharme, para hacer más amena la tristeza.

-Por cierto, no me he presentado. Me llamo Alicia.

Volvió a sonreír, intentando parecer simpático. Pensó que ligar la última noche de su vida sería… un gran triunfo. No le gustaban los rollos de una sola noche, pero por una vez estaría bastante bien. Antes que quedarme solo, prefería aquello.

-¿No dices nada?

Tenía una voz muy dulce y clara. Fue la primera vez que levantó la vista. Vio a aquella mirada que poseía el mar. Vio aquellos ojos azules suplicando ser contemplados. Le palpitó el corazón. Estaba fascinado, como la primera vez que me enamoré. Tembló al pronunciar las palabras de respuesta:

-Lo siento. Estoy un poco… raro.

-¿Me vas a decir lo que te ocurre?

No la conocía de nada, pero ahí estaba, intentando desvelar el enigma de su mente. Parecía que le conocía de toda la vida, que de verdad se preocupaba por su estado. Se sintió incapaz de no decirle la verdad, y lo único que podía hacer era volverme y mirar al infinito, descompuesto en una mirada libradora.

La chica estaba realmente preocupada. Le tocó el hombro. Creyó que le gustaba, que todo se debía a la vergüenza, hasta que descubrió las lágrimas en mis ojos.

-¿Estás bien?

No había llorado en todo el día, y ahora que se encontraba con alguien, se quedó destrozado al volver a recordar lo que le ocurría. Pero aún así no estaba dispuesto a descubrir sus ruinas, no. Moriría con el secreto. Sólo se lo revelará a unos folios que tenía preparados en la mesita de la habitación. Para cuando lo lean, ya habrá pasado todo. Pensó.

Le acarició el hombro intentando consolarme. Su voz se clavaba en él con agujas afiladas. Estaba a punto de descubrir la tortura, a una desconocida.

Se volvió hacia ella, abatido, y la miró a los ojos:

-Me muero…

-¡No!

No supo lo que pasó por la cabeza de aquella chica. Lo que hizo fue, lejos de asustarse, abrazarse fuertemente a él y apretar su cuerpo contra el suyo.

-No hagas esto. -suplicó el chico.

-No, no me pidas tú que no lo haga. Es lo que necesitas.

Estaba consolando a un muerto. No podía seguir intentando ligarme, no conseguiría lo que andaba buscando.

-No quiero ser consolado, sabes. Tú no sabes nada de mí…

-Sé lo suficiente para querer estar contigo.

Aquello le dejó helado. ¿Cómo iba a querer estar con alguien que se estaba muriendo? ¿Acaso era una monja que cuidaba enfermos? No, no lo era, y sin embargo ahí estaba.

-No te entiendo.

-No tienes que entender nada.

-¿Por qué no vuelves con tus amigas? Ellas te harán disfrutar más que yo.

Ella sonrió.

-Porque tú me necesitas más que ellas.

-Yo no necesito a nadie. -protestó.

-Todos necesitamos a alguien.

No pudo seguir negándose. Tuvo que callarle ante la firme decisión de su consoladora. Alicia se mostraba decidida a ayudarle todo lo que fuera necesario. Le demostró que hay personas muy buenas en este desquiciado mundo. No importa lo malo que hayas sido, o lo que hayas hecho. En determinados momentos de la vida aparecen, y a tu lado se quedan.

No sé de los motivos que le impulsaron a tener semejante conducta. Ni si en realidad de causaba placer ayudar al prójimo. Lo cierto es que aquella noche no volví solo al apartamento. Mi rumbo cambió radicalmente. Estaba dispuesto a tomarme esas pastillas, a escribir mis últimas palabras y a dormir para siempre. Sin embargo, al tener a mi salvadora conmigo, cambió mis planes. Era un ángel caído del cielo, situada en el momento y el lugar adecuado, para realizar un milagro. ¡Exacto! Un milagro era lo único que pudo salvarme aquella noche, pero ahí no acababa la cosa, sino que mientras continuara la idea en mi cabeza, continuaría la amenaza.

Tomé aire cuando le enseñé la habitación. Estaban las pastillas encima de la mesita, dispuestas para la mirada de mi acompañante. Las vio, las examinó y me observó con una mirada de pánico, de extrañeza.

-¿Pensabas suicidarte?

No respondí.

-¿Y todas las personas que te conocen, que quieren pasar contigo tus últimos días? ¿Y tus familiares, que pensarán?

Con los ojos apunto de estallar en lágrimas, murmuré.

-¡No quiero verlo! ¿Qué sabes tú de mí? A caso te he pedido que me acompañes. No quiero que nadie sienta lo que siento. ¡Porque soy un muerto! Cuando yo muera toda esta angustia me la llevaré conmigo, pero quien sea testigo… quien sufra por mi dolor… ¡Esa persona quedará marcada para el resto de su vida!

La chica me miró sin entenderme. O tal vez entendiendo de forma que coincidiera con mis pensamientos aturdidos.

-¡Dios mío! ¡Eres un egoísta! ¿No te das cuenta que se trata de un trance que deben pasar tus conocidos? Es la manera que tienen de demostrarte su aprecio, aguantando contigo hasta el final. ¿No te das cuenta? Estás privando a los tuyos de apostar por ti y a los conocidos, de disculparse si han actuado mal.

-Eso son palabrerías. A la hora de la verdad lo único que hago es ahorrarles un sufrimiento inútil. Sólo con estas pastillas, el infierno remitiría…

Dije «remitiría» porque no estaba seguro de que ocurriría lo que tenía en mente. Con ella en mi habitación, era imposible que me permita cometer tal acto.

-Escúchame: yo quiero estar contigo, y quiero demostrarte que mereces la pena, que después del abismo, hay vida. La vida es un acontecimiento glorioso, no por un contratiempo vas a abandonarla, tienes que luchar hasta el final, hasta que no te queden fuerzas.

-Sólo habrá dolor y después… muerte.

-¿Y tú que sabes? No te se ha concedido el don de la predicción. Hoy mismo tenías planeado tomarte esas pastillas, pero he llegado yo y… Lo que quiero que entiendas es que no sabes que es lo que te deparará el mañana. Estar con vida supone una posibilidad más para alcanzar el milagro. Puede que difícil sí sea, pero si no lo intentas, nunca te salvarás.

Estaba viendo luz al fondo del túnel. La oscuridad cesaba en un intento de coger esperanzas con sus palabras. Pero la triste realidad estaba muy lejana de todo eso. Mi destino era perecer, obligado a sufrir por una enfermedad dolorosa y un tratamiento agónico.

-Yo voy a estar contigo, y es para verte recuperar. Siempre he pensado que a lo largo de mi vida habrá un acontecimiento grandioso, que me haga pensar que he hecho algo provechoso con mis actos. Al verte a ti, al escuchar esa frase de «me muero», has abierto en mí la puerta de mis pensamientos, la necesidad de ayudar a alguien.

La estaba escuchando, pero no daba crédito. ¡Era por simple ética! Quería pensar que su vida no transcurría en balde, que salvaba a personas. Me pareció algo maravilloso. Por fin encontraba a alguien que no se guiaba por egoísmo. Nunca creí encontrar esas personas fuera de la familia, o las largas amistades, que lo hacen por deber. Estaba ante un pensamiento puro, y eso me llenó de nuevas esperanzas, que nunca creí posibles.

Cogí las pastillas y las tiré por el lavabo. Estaba liberado. Me tumbé en la cama intentando dormir. Alicia se sentó en una silla acariciándome el pelo.

Hoy he despertado, con ella aun a mi lado. He escrito esta historia para quién le sirva de ayuda. Aun queda un gran abismo que superar, pero al no enfrentarme solo, las esperanzas aumentan. Ya no intentaré suicidarme más: Alicia me ha abierto los ojos.

Tal vez, si logro recuperarme algún día de mi enfermedad, escriba la segunda parte de esta historia. Hay muchas personas, que al igual que yo, sólo necesitan un pequeño empujón para continuar por el buen camino. Por mi parte, hoy prosigo con mi vida tal y como la dejé el día que me comunicaron la desgracia, pero con un ángel a mi lado, que no permitirá que desfallezca. Hoy es el inicio de un tiempo que superar, un abismo.

De un vencido levantado

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