Las tareas consisten en ir al río con el carro a cuestas cargado de bidones y ropa sucia, donde recogeremos agua y lavaremos nuestra ropa. Al mismo tiempo, otro grupo se encarga de preparar la comida en el pueblo. De esta forma pasamos los días en este arruinado mundo.
La soleada mañana favorece la labor. Aun así cuesta desembarazarse de lo vivido hace a penas un par de horas. Continuar con la monotonía se hace enfermizo. Tenemos que aguantar las lágrimas, encoger el corazón y tirar hacia delante. Los recuerdos, las risas, la vida en general… todo queda atrás, como si nunca hubiese existido. Ya ni los lamentos tienen cabida. El dolor se esconde dentro de cada uno, de donde no debe salir. Debemos convertirnos en insensibles para poder olvidar lo ocurrido y así seguir como si nada. Las máscaras sólo nos consumen y como espectros proseguimos con nuestra existencia.
Da igual que bancos de peces de los más vistosos colores crucen el río. Da igual que brillen en el agua, o que pasen a escasos centímetros de nuestros cuerpos. Da igual que el sonido de la corriente llegue a nuestros oídos como música celestial. Da igual… porque nuestros corazones están destinados a sufrir en este trágico día. Ni aunque la luna bajara de su firmamento y nos mostrara su espléndida belleza conseguiría arrancarnos una sonrisa. De hecho, cuanto más nos asombrase, más tristeza nos invadiría.
Por un momento, el corazón me da un vuelco. A lo lejos se distingue un cuerpo, en la orilla del río de más arriba. Todos pensamos que puede tratarse de Simón, pero al acercarnos descubrimos que no es él. Se trata de otro chico de su edad. Está inconsciente, pero vivo. Los adultos lo recogen y lo cargan el carro.
-Tenemos que llevarlo al pueblo cuanto antes: ¡está muy grave!