Es una fría noche del final de la tercera era, cuando Darío, el rey de los hombres, se levanta con una sed insaciable. Llama a los criados, necesita agua. Agotado, comprueba con resignación que nadie corre en su auxilio. Todos duermen felizmente en sus camas. Ni siquiera Dianna, su esposa, es despertada por sus gritos, a pesar de encontrarse en la misma habitación. Han tomado un somnífero con la última bebida.
–Dios de la noche, tú que eres sabio entre los sabios, tú que tienes el don del poder y la misericordia, tú que has protegido a los hombres cuando la esperanza era frágil, el enemigo fuerte y el temor grande. Dios de la noche, haz tuyo el perdón y no ahogues mis últimas horas con aires de venganza, sino de advertencia. Alúmbrales con la luz de la protección mientras no hallen la verdad. Es un poder oscuro quien los manipula, no es suya la traición. ¡Oh, Darío! Te ruego que tu protección prosiga aun después de mi muerte. ¡Te lo suplico!
Se arrodilla, indefenso. El poco poder que contiene va cayendo en forma de lágrimas divinas. Su cuerpo se deshidrata víctima de un compuesto mortífero disuelto en su bebida. Se tambalea, mareado, hasta que finalmente muere, completamente solo.
Las revelaciones nos dejan sin aliento. Acabamos de presenciar la muerte del rey. De esta triste forma concluye su glorioso reinado.