Una vez acabado el mandato de Llewin, las barreras de fuego desaparecieron. Entonces, mientras duró el periodo de transición, el terror comenzó a invadir a los hombres del sur. Sabían que los antepasados desterrados podrían regresar para reclamar lo que fue también su territorio. Cuando llegó el momento, el dios de la noche protegió durante la ausencia de luz de los enemigos más temibles; pero el temor a sufrir invasiones no disminuyó. Por eso ordené, poco después de mi nombramiento como rey, la instalación de torres de vigilancia en las fronteras de Rasel y Rusul. A partir de ese momento fue minuciosamente vigilado el terreno chamuscado de las fronteras, tanto de día como de noche. Poco después se añadió armamento a las torres, para evitar a golpe de cañón cualquier posible ataque.
A pesar de proporcionarles la seguridad absoluta en tiempos inciertos, dudaban de la soberanía del implacable Darío. La gente había aprendido a confiar en el escudo material que las barreras de fuego proporcionaban, mientras nosotros aportamos un simbolismo que mediante la fe protege excepcionalmente. Aún contando con la seguridad total que las torres representaban, reforzaron sus ejércitos a marchas forzadas y crearon un gobierno secreto formado por un poderoso grupo escondido bajo el título de un consejo asesor, que limita considerablemente mis decisiones. Su voluntad crece, disminuyendo la mía, haciendo palpable su necesidad de entrar en guerra.
Ya nada es seguro. El mensaje que transmito ha sido enterrado por las cualidades degeneradas. La paz, la confianza, la seguridad… todo ello formó parte del importante legado de Llewin y ha sido amplificado al máximo, pero desprestigiado de forma exagerada. Ahora el deseo ardiente de los hombres es el de entrar en guerra. No desean ser protegidos cuando pueden conquistar el mundo. He perdido el control. Mis mandatos son modificados según sus intereses. Mi poder los contiene para no desplegar los ejércitos, pero ya planean la estrategia.
Observo con claridad como llega mi fin. Mi ceguera es absoluta, pero mi intuición no falla. Me arrastro hacia el altar, lanzando las últimas suplicas.
-¡Oh, Darío! Soñaste con perpetuar la paz y el hombre ha endurecido su vil corazón. Ya afilan sus espadas, forjan armaduras, liberan su odio… Los he controlado todo lo que he podido, he amansado sus sucios espíritus, pero el mensaje no florece y mi tiempo se agota. ¿Qué podemos hacer?
-No debes preocuparte: tu trabajo ha sido excelente. El mensaje ha sido transmitido, aunque se encuentre enterrado en las profundidades de las almas. Tus palabras son silenciadas o cambiadas. Ya nada queda hacer aquí. Descansa. Ellos tendrán lo que desean.